Al fondo de la iglesia del Sagrario de Sevilla se encuentra un espectacular retablo realizado en colaboración entre Pedro Roldán y Dioninio de Ribas.
Realizado entre 1665-1669, procede de la desaparecida capilla de los Vizcaínos.
La estructura arquitectónica (Ribas) es bastante novedosa al convertir las calles laterales en poderosos estribos en donde se sustituyen los tradicionales relieves por dos edículos ocupados por ángeles, cerrándose con volutas que se organizan como frontones sobre los que se sitúan ángeles (un lejano eco de las Capillas Mediceas de Miguel Ángel)
Toda estructura centra así el gran relieve de la Piedad que se introduce en el cuerpo alto por medio de un medio punto (esta unificación del retablo hay que buscarlo, al menos en la zona andaluza, en las experimentaciones de Alonso Cano que realizara en Santa Paula)
En este magnífico relieve, Pedro Roldán une figuras de gran volumen en la parte baja con una zona alta apenas esbozada, realmente más cercana al mundo de la pintura que la de la escultura
En la zona baja crea un intenso friso de figuras en torno a la Virgen y Cristo que, tanto en su composición como en su carácter expresivo está poiniendo las bases del futuro Entierro de Cristo de la Caridad
Sevilla ha sido durante siglos una ciudad bendecida, pero también maldecida, por su río Guadalquivir y las múltiples marismas que generaba en su entorno (cuando no en la propia ciudad, como eran habituales en la Alameda o en el Malbaratillo)
Sus frutos eran las múltiples fiebres (especialmente el paludismo) que azotaban reiteradamente la ciudad, por lo que no nos ha de extrañar esta advocación.
La talla primitiva (de la que era fervorosa admiradora la madre de Pedro el Cruel) estaba realizada en barro cocido , perdiéndose tras el colapso de la primitiva iglesia de San Pablo (actual Magdalena).
En sustitución suya realizó la actual talla policromada Vázquez el Viejo, uno de los fundadores (junto a Roque Balduque) de la escuela andaluza.
Proviniente de Castilla (en donde había trabajado en Ávila en el círculo de los discípulos de Vasco de Zarza, y luego en Toledo) trajo las maneras italianizantes de su maestros (casi diríamos que quattrocentistas) que se reflejan en el suave modelado y el juego de curvas que unen los paños con la curiosa posición de la cabeza.
Frente a ellos, el Niño recrea una poderosa anatomía miguelangelesca, aunque perfectamente subordinada al diseño sinuoso de todo el conjunto.
Figura central del retablo de Santo Domingo de Portaceli (Sevilla) que representa al santo creador del movimiento dominico con una iconografía poco usual. Tradicionalmente Santo Domingo aparecerá arengando y predicando, acompañado por su perro en cuyas fauces aparece una antorcha.
Sin embargo, en esta obra aparece con el torso desnudo y aplicándose penitencia con un látigo, un tema sumamente querido en la época contrarreformista en donde la penitencia se vincula directamente con el perdón de los pecados (la confesión) fuertemente apoyada por Trento frente al libre examen protestante.
Íntimamente relacionado con ello en este periodo barroco llegan a su plenitud las procesiones que recorren las calles en periodos litúrgicos (Semana Santa, Corpus) o momentos especiales (sequías, hambrunas, pestes). En ella aparecían los nazarenos de luz (con vela) junto a los de sangre (que se fustigan la espalda), una escena que recrea esta escultura y que (como es norma del mundo barroco) intenta acercarse al espectador a través de los sentimientos.
Estéticamente nos encontramos con una obra exenta (muy posiblemente para poder ser utilizada en desfiles procesionales), de talla sobre madera policromada (por Pacheco) y, posiblemente, con postizos, como podrían ser las colas del látigo.
Su composición se estructura en la gran diagonal generada por su cuerpo inclinado que se cruza con la otra línea fundamental de la escultura, el escorzo de su brazo que une visualmente la cruz con la mirada del santo. Se crea así un movimiento físico que, a la altura de la cabeza, se convierte en impulso emocional, con esa mirada reconcentrada en la cruz que lo aparta de todo y todos, justificando así el castigo como un impulso hacia lo divino. (Por otra parte, esta composición abierta y compuesta permite múltiples puntos de vista de la obra en sus salidas procesionales)
Tanto la policromía (mate, como es habitual en Pacheco, su principal colaborador) como la propia anatomía buscan una imagen realista (fíjate en los michelines del estómago) aunque sin caer en los excesos expresionistas del mundo barroco castellano (como se puede ver comparando esta obra con cualquier Cristo muerto de Gregorio Fernández, sus heridas y regueros de sangre) Se busca así una línea más clasicista que suaviza los aspectos más dolorosos de la realidad y apuesta por la belleza (también la del propio cuerpo humano) como forma de predicación al pueblo.
El modelado de la obra es intenso en la zona baja (los paños), creando fuertes claroscuros (que además generan una posición más estable de todo el conjunto), mientras que las carnaciones se realizan de una forma más suave y detallista, especialmente en sus rasgos de anatomía (musculatura, venas de brazos y cuello) que hablan de un gran conocimiento anatómico conseguido en la morgue de Sevilla (el Hospital de las cinco llagas), como ya era habitual desde el renacimiento (Miguel Ángel, Leonardo…)
En conclusión. Una obra típicamente barroca tanto en su tema (la propaganda religiosa de las nuevas normas emanadas en Trento y extendidas por la orden jesuita) como su técnica (diagonales, intensidad emocional), hecha para conectar con el espectador a través de la empatía, realizada por uno de los imagineros más insignes de toda nuestra Historia del Arte que, nacido en Alcalá la Real y educado en Granada (Pablo de Rojas), se establecerá en Sevilla, con trabajos puntuales en la corte (como la cabeza de Felipe IV que retratará EL PROPIO Velázquez). En su taller se educarán alguno de los escultores más prestigiosos de la siguiente generación (Juan de Mesa, Pedro Roldán…), siendo uno de los puntos de referencia de toda la escultura del sur de España con múltiples obras maestras (Cristo de los Cálices, la Cieguecita, Pasión, San Bruno, San Lorenzo, San Ignacio…)
Este paso clásico de Viernes Santos tiene numerosas atribuciones.
Para el Cristo se ha barajado el imaginero Francisco de Ocampo, con semejanzas con el de la Orotava o el Cerro (aunque otros lo atribuyen a Matías de la Cruz). De ser cierta esta atribución sería el perfecto ejemplo del eclecticismo del imaginero, con un tratamiento anatómico en la línea de Martínez Montañés, de suave modelado, y el expresionismo (un tanto esquemático) del rostro, al modo de Juan de Mesa.
En cuanto a los dos ladrones se han atribuido al taller de Pedro Roldán, planteando la posibilidad de la participación de la Roldana y su marido (de los Arcos)