En el lugar que ocupa el actual palacio del Senado se encontraba el Colegio de la Encarnación, seminario agustino fundado por el legado testamentario de doña María de Córdoba y Aragón.
Para su iglesia el Consejo de Castilla, que administraba tal legado, encargó en 1596 la creación de un retablo al Greco por la suma más alta que conseguiría jamás (algo más de sesenta y tres mil reales)
Tras los numerosos avatares del inmueble, la parte arquitectónica se perdió quedando 6 grandes lienzos (todos en el Prado menos la Adoración de los pastores en Budapest).
Todos ellos pertenecen a la época más fecunda y personal del pintor en donde sus rasgos manieristas llegaron a su culminación para convertirse en verdaderas visiones espirituales de un mundo en donde la forma, la luz o el color tenían sus propias y alucinadas reglas.
En general nos encontramos con lienzos extraordinariamente verticales (no sabemos si por decisión propia o por exigencias de un retablo ya construidos) en donde se produce una visión de arriba a abajo (frente al tradicional barrido de izquierda a derecha) que le permitieron al Greco unificar lo terrenal con el espiritual de una forma completa, evitando las cesuras de nubes (Conde de Orgaz) o cualquier otro tipo de artificio. Las simples anatomías extremadamente alargadas se encargan de producir esta ascensión vertiginosa que culmina con las llamas del Pentecostés o el Cristo en Ascensión.
Y es que, sin posibilidad de tener cualquier ambientación arquitectónica, son las figuras, su ambigua tectónica, la que organiza los espacios, escalonándose de abajo a arriba como si estuvieran colocadas en estrecha e invisibles gradas (la caja espacial, como ya se anunciaba desde el temprano expolio, se ha reducido a unos límites casi imposibles lanzado a las figuras ya hacia el espectador, ya hacia las alturas, con un movimiento que las llena de inquietud)
Tales tensiones las someten a una deformación mayor en donde el canon, ya de por si alargado, se despedaza (y alarga visualmente) a través de los fogonazos de luz de lo despedazan, tanto en sus encarnaciones como en sus mantos de pliegues afilados (sólo hace falta fijarse en piernas y torsos desnudos y la característica manera de establecer las sombras, creando bandas verticales en las que se alternan luz y sombra, provocando este efecto de alargamiento)
Esta luz, lunar, colabora de esta forma en el proceso de desmaterialización (frente a sus formas constructivas, que habían sido las prioritarias en el renacimiento), creando el escenario perfecto para el milagro (como ya vimos en el Séptimo Sello).
Desde la experiencia de los Bassano, en todos los cuadros la luz procede de algún elemento de su interior (Cristo resucitado, llamas del Pentecostés, Niño Jesús) que ilumina (y a la vez sume en penumbras) el resto de la escena.
Y es que lo lumínico (tal como propone Rudolf Wittkower) mantiene un fuerte componente iconográfico vinculado con el pensamiento neoplatónico. La luz como conocimiento, un terrible conocimiento que necesita una preparación en el hombre que la contempla (véase cómo, en la Ascensión, los personajes que miran a Cristo desde la izquierda se han de tapar lo ojos, cegados, y sólo los situados en las zonas más superiores (aquellos más preparados) pueden soportarla)
Con control total de todos sus recursos, el Greco unió toda esta concepción de la figura, el espacio o la luz, a una libertad total en lo cromático, en donde sus colores (metalizados, ácidos o tornasolados) salpican la tela de forma, concientemente, disarmónica. Fríos contra cálidos, colores complementarios unidos, casi agrediéndose, y sólo el gris azulado sirviendo como base unificadora de todo el conjunto.
Une a todo ello una pincelada extremadamente suelta que hacen estallar partes del conjunto, creando (con todo lo anterior) una profunda agitación interior en donde estallan los colores, se descoyuntan las anatomías, surgen potentes focos de luz internos junto a terribles penumbras mientras seres angélicos, dioses y hombres conviven en unos espacios opresivos. Toda una verdadera fotografía de la experiencia mística, como siempre pretendió Cossío, aunque a mi juicio más cercana al espíritu de San Juan de la Cruz que al de Santa Teresa.
Noches oscuras del alma en donde el hombre ha de buscarse, pero más a través de las emociones que de la razón, buceando entre vértigos más que entre certezas, desencadenándose de lo material y buscando la luz, el fuego interno del Pentecostés o los lirios de la Anunciación, que lo guíe por senderos de desasimiento, fuera (diríamos ahora) de la zona de confort que incluso el manierismo, con toda su ruptura de normas, mantenía
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