Para describir, si no definir, la particularidad de su naturaleza, se había imaginado desde hacía tiempo la clase de deslumbramiento y terror que debía emanar de ellos y la extraordinaria densidad de su ser, según el modelo de una luminosidad prodigiosa, que residía en ellos, o que llevaban sobre sí como una vestimenta de luz, o que habían colocado sobre su cuerpo o sobre su cabeza, como joya resplandeciente que irradiaba a su alrededor, iluminando y hechizando todo con un «resplandor sobrenatural», maravilloso al tiempo que terrible, como todo lo que es fascinante .
Se llamaba melammu (del compuesto sumerio m e, «poder», y lám, «incandescente») a esta fuente de asombro y de espanto que distinguía sobre todo a los dioses: admirables, en virtud de este esplendor, pero también capaces de ahuyentar a los hombres, arrojándolos a tierra con tan intenso resplandor, fuente de una energía que emitían proporcionalmente a su densidad ontológica, como si la luz y la luminosidad hubieran servido en ese país de ideogramas para lo que nosotros llamamos «el ser».
Esta expresión resplandeciente de su naturaleza divina —se utilizaban corrientemente media docena de cuasi sinónimos: rasubbatu, namrirru, sarüru, e incluso puluhtu, literalmente, «temor», «espanto», evocando todos, al mismo tiempo, la misma mezcla de resplandor y espanto— podía, por otra parte, ser concedida por los dioses, más atenuada y con carácter temporal, a algunas criaturas: personas soberanas u objetos sagrados, que reflejaban así al menos las apariencias de la «divinidad». El melammu, en suma, no era sino la traducción mitológica del sentimiento religioso fundamental, compuesto de deslumbramiento y terror, conjuntamente suscitados por los dioses.
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