El difunto no había desaparecido totalmente de la existencia de los supervivientes: en recuerdos, en sueños o en obsesiones y apariciones, no sólo pensaban en él, sino que le volvían a ver, vagamente, e incluso creían oírle hablar, gritar, gemir. Y como, en aquel tiempo, las cosas de la vida onírica no se separaban tan nítidamente como entre nosotros de las de la vida real, estaban convencidos desde siempre de que esa vaga silueta, aérea, brumosa, evanescente e impalpable, era sin duda lo que subsistía del difunto, en su nuevo y definitivo estado, de «sombra», de «espectro», de «fantasma»: etemmu, como había decidido Enki/Ea en el momento en que había planificado al hombre, en su destino completo, en la vida y después de la vida .
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Sin duda se pensaba (no se nos ha dicho nunca) que este etemmu no había existido, en el awïlu vivo, más que con una existencia latente y como virtual. Pero en el momento del óbito, mientras que el cuerpo enterrado en la tierra «volvía a su arcilla» , el fantasma, introducido de esa manera en el suelo, estaba en condiciones de alcanzar la inmensa y negra caverna de Abajo, del Infierno, simétrico y antitético del Cielo, donde se unía a la multitud sin número de los otros espectros, allí reunidos desde la noche de los tiempos, en su última morada, para llevar en ella, para siempre, una existencia entenebrecida y taciturna, letárgica y embotada: la que permitía imaginar su cadáver rígido y pensativo, al mismo tiempo que la fabulosa imagen de un subsuelo de noche negra, de gran silencio, de un sueño pesado y sin fin.
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Esta ciudad de los muertos se presentía lúgubre, abrumadora y frecuentada únicamente por habitantes embotados, melancólicos y flotantes, lejos de toda luz y de toda alegría. Era, así comienza el poema, 1 El país sin retorno…, 5 la sombría morada de la que nunca salen los que en ella entran, 6 donde los que llegan son privados de luz, y no subsisten más que de humus, alimentados de tierra, hundidos en las tinieblas, sin ver jamás el día, 10 revestidos, como pájaros, con un atuendo de plumas, mientras se amontona el polvo sobre cerrojos y batientes…
Este fúnebre y gigantesco conglomerado (que se llamaba el Arallü, el Ganzer —términos de significado desconocido—, el «Gran Abajo», o el Irkallu, del sumerio iri-gal: la «Gran Ciudad»), se organizó de forma natural según el plano de las metrópolis de nuestro mundo, y también bajo el poder de los dioses. Sabemos que, por deseo de simetría, el panteón había sido repartido en dos grupos iguales: «trescientos Arriba» y «otros tantos Abajo», con superioridad manifiesta de los de Arriba, como era obligado, puesto que figuraban entre ellos los más notables, los más poderosos, los grandes Creadores y Regidores del mundo.
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Wikimedia Commons / Gotesan. Cosmología sumeria (Dominio público)
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