EL RETABLO DE SAN ROMÁN DE DIEGO DE VELASCO. TOLEDO

 

La segunda mitad del siglo XVi ve aparecer en la Península un manierismo sumamente personal que, partiendo de ejemplos italianos, crea sus propias reglas.

Su origen lo podríamos situar en Berruguete, el hijo de Pedro, que conocería a Miguel Ángel y sería testigo del descubrimiento del Laoconte.

En su círculo se moverán otros artistas menosres como Vázquez el Viejo, Bigarny  o Diego de Velasco, que acuden a la capital toledana, tan favorecida por el mecenazgo regio, de la nobleza y de altos cargos de la iglesia, que pretenden remozar la imagen medieval de la ciudad con nuevas fábricas o modernizando las anteriores, como es el caso de San Román, como ya hablamos aquí.

Su estilo aún mantiene reminiscencias platerescas en la concepción global, con entrecalles diminutas y un exceso de talla en los elementos estructurales que solo lentamente se irán limpiando para mostrar (ya casi en el primer barroco) la estructura arquitectónica sin otros adornos que los preceptivos por los órdenes.

En el detalle, sin embargo, los cambios son sustanciales.

Si lo comparamos con el de San Antolín en Medina del Campo veremos como el número de figuras se ha reducido de forma drástica, mejorándose claramente su relación y posición en el espacio.

El cambio más notable lo centra el nuevo canon de la figura, sumamente alargado y sinuoso (siguiendo los modelos de Berruguete), con constantes contrapostos que terminan por crear la típica forma serpentinata.

El estofado, aún muy presente en fondos y detalles, poco a poco se va perdiendo en las figuras principales, proporcionando unos acabados de largos espacios de pan de oro poco pulido (que les confiere un cierto tono mate).

Estas notas, sin embargo (¿otro taller trabajando en el retablo? ¿gustos del mecenas? ¿formas arcaizantes?) en algunas escenas, mucho más clasicista, y con una policromía (especialmente en las encarnaciones) que recuerda mucho más a Becerra (al igual que el canon)

Vicente Camarasa